martes, 19 de agosto de 2014

Unos días de verano en un pueblo serrano (Hoyocasero, Ávila)

Ávila es la tierra de mis padres y mis abuelos. Nuestro árbol genealógico familiar hunde sus raíces en la noche de los tiempos por estas latitudes y, aunque yo he pertenecido a la primera generación de descendientes no nacidos en nuestra tierra, me gusta acercarme algunos días al año a cargar pilas y disfrutar de los recuerdos de mi adolescencia, cuando pasaba los largos meses de verano en la casa de mis abuelos. La vida ha cambiado mucho desde entonces, porque la población permanente se ha reducido a una quinta parte, y porque las restauraciones masivas desde principios de siglo han trasformado las rústicas casas de labor en casas de veraneo, y por el abandono generalizado de los campos, aunque todavía pueden verse un buen número de vacas, caballos y ovejas en unos pocos rebaños pastando libremente. 

  
Ávila tiene numerosos vestigios de la cultura de los vetones, pueblos celtas que poblaron esta parte de la meseta en la época prerromana. Dicen que eran pueblos ganaderos y guerreros que vivieron en esta tierra durante un larguísimo periodo de tiempo, desde el final de la Edad de Bronce (1000 a.C.?) hasta la llegada de los romanos en el siglo II a.C. Arriba, a la izquierda, un altar rupestre vetón descubierto y catalogado para la arqueología en 2010, en el paraje de Hoyocasero conocido como el pradillo Mijares. Arriba, a la derecha, una pequeña covacha de pastores en una finca del lugar de La Data, con paredes y techo de piedra rústica sin labrar. Es también de origen desconocido, solitaria y casi escondida, ubicada en medio de un prado, y a la que nunca vi utilizar absolutamente para nada, que bien pudiera ser ejemplo de construcciones de esas épocas remotas.


Mis recuerdos me traen una imagen a mis nueve años, escuchando a mi abuelo materno recitar la monótona letanía en latín de un rosario vespertino, rezado a la débil luz de un candil de aceite, que alumbraba tenuemente la lenta oscuridad que descendía por la enorme campana de la chimenea de su gran cocina solariega. En ese tiempo la religión se vivía con intensidad en el campo castellano. 
Arriba, la portada de la ermita del Cristo de Todos los Santos, situada a dos kilómetros del pueblo de Hoyocasero, lugar de singular devoción secular para campesinos y pastores. La tradición dice que esta fue la iglesia de un pueblo que desapareció en tiempos remotos. Muchas son las cosas que se dicen sobre esta repentina desaparición, pero la primera que me viene a la memoria es que todos los vecinos del paraje de Navamuñoz perecieron en un banquete de bodas a causa de un veneno de serpiente mezclado en la leche. Verosímil, o no, lo cierto es que el lugar es remoto y en sus alrededores se han descubierto en varias ocasiones enterramientos sin clasificar. Una vez leí en un libro de colecturías de la parroquia, del siglo XVIII, que la festividad anual y la procesión al Cristo fue suspendida temporalmente por tener unas connotaciones no demasiado cristianas, pero la curia hubo de permitir de nuevo este culto al cabo de unos años, porque la fe de sus habitantes había decaído enormemente. El texto se refiere a ‘una ermita de origen muy remoto’. 


A escasos cien metros de la ermita, existen unos roquedales de granito en una pequeña nava en el que hay talladas unas pilas, que siempre hemos conocido vulgarmente como 'las tumbas romanas' (arriba). Probablemente no sean tumbas, y menos romanas, pero su razón de ser es un enigma, al que posiblemente nadie va a dedicar tiempo en descifrar.


En nuestra agenda de viaje nunca falta una subida hasta el pueblo Hoyos del Espino, por breve que sea. Aquí está la puerta para la popular subida hasta la Laguna Grande y el circo de Gredos. Esta vez no hemos subido a la laguna y nos conformamos con un relajado paseo por la ribera del Tormes (arriba), que acoge un caudal exiguo en esta época del año, pero capaz de inundar de frescor los pinares que acompañan su cauce. Hemos venido tantas veces, y en toda época del año, que el río parece un riachuelo de nuestro jardín.


Este año he subido por primera vez al pico del Torozo (2021m), el más alto de los 'Riscos de Villarejo' (arriba). Me ha acompañado mi hijo Víctor. Hemos madrugado y a media mañana ya nos encontrábamos en la cumbre. La ascensión desde el alto del Puerto el Pico es agradable y sencilla por la cara norte, aunque la cara sur tiene una dificultad considerable y no es apta para aficionados caminantes como nosotros. Al fondo, al poniente, las estribaciones que acaban con el macizo del circo de la laguna de Gredos, presididos por el Almanzor. Abajo, a mediodía, 'las cinco villas': con sus royos medievales, unidas por una deliciosa caminata de diecisiete kilómetros que habíamos llevado a cabo un par de días antes… Oculto por los riscos, casi a nuestros pies, la antigua calzada romana (siglo II a.C.) desciende de la altiplanicie abulense hasta el encantador pueblo de las Cuevas del Valle, por un paso tradicional para los rebaños trashumantes...

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