Arriba, la magnífica cúpula de la colegiata de San Isidro, desde el claustro barroco. He continuado con tinta negra y sanguinas. Las manchas de sanguina alegran la monotonía de la tinta y del granito, insinuando las zonas de sombra.
Cuando la línea de sombra no aprovecha las aristas de los edificios, sino que marca la fachada transversalmente, como en el dibujo de arriba, la sombra parece cortada a cuchillo como si de una tarta de chocolate y nata se tratase. En el claustro solo hay luz, sombra y paz para alumbrar un escenario de otra época, ajeno a las turbulencias actuales. A ras de suelo se oyen unos ligeros susurros de los ensimismados dibujantes.
El resplandor de la luz es un puro espejismo de una calidez engañosa. Los corredores del claustro están bien fríos, y la piedra donde me siento está helada... Voy abrigado con ropa polar y no me sobra nada.
Como en el escenario de un teatro, en el patio trasero (arriba) solo hay una puerta ornamentada, que no se a donde conduce. Esta rodeada de las traseras anónimas, humildes y abandonadas de los edificios vecinos. Algunos pequeños ventanales furtivos permanecen entreabiertos. A mi espalda se oyen voces de la chiquillada de niños chinos que vienen a dar clase los sábados. Deben estar saliendo al recreo.
En el patio más recóndito y apartado del instituto hay un campo de recreo, de la que es testigo una aprovechada canasta de baloncesto, testigo mudo de los gritos que no podemos oír en fin de semana. Al fondo en el centro la cúpula de la colegiata con una escalera metálica exterior. A la izquierda, nos protege la fachada lisa del instituto, mientras que a la derecha pueden vernos desde las terrazas de una heterogénea corrala, atestadas de accesorios e ilusiones no usados en la vida cotidiana...
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