El pueblo estaba casi desierto esta mañana, y nos hemos movido
a nuestro antojo, de un lado a otro de la muralla, desde la puerta de acceso, hasta la explanada de los restos del castillo. He terminado cuatro dibujos en
esta jornada, silueteados con rotulador marrón de punta fina, y compartiendo las sombras entre naranjas, ocres, rojos y azul ultramar, de ceras acuarelables aplicadas a pincel. Arriba, una panorámica de
la plaza de la imponente iglesia de Santa María del Castillo. Abajo, una vista del pueblo desde la
ermita de la Vera Cruz. De esta ermita proceden unos frescos religiosos del siglo XII que se trasladaron en 1948 al Museo del Prado.
Si el día ha sido bueno, el regreso a Madrid me ha parecido espectacular. Al contraluz del atardecer, el asfalto brilla y los campos en
barbecho parecen alfombras doradas y albinas, contrastando con franjas
oscuras en las tierras descarnadas y rayadas por el arado. Atravieso pequeñas aldeas, de cuyas solitarias iglesias se escapan a los campos
las imponentes huellas de sus torres. La naturaleza está brindando con sus mejores galas antes de la puesta de sol, y la luz acaricia las arboledas cuyas hojas están empezando a cambiar de color. En el horizonte, las siluetas
azuladas o moradas de las montañas del sistema central y del paso de Somosierra.
Una imagen épica para un magnífico día de otoño.
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